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Sobre la novela Salvatierra en Cuento mi libro punto com
Sobre la novela Salvatierra en Cuento mi libro punto com
Agustín Valle
Al ritmo de un policial manso, y con el río Uruguay omnipresente, el autor de “Una noche con Sabrina Love” desenrolla la historia de un pintor solitario y su kilométrica obra existencial.
Esta nouvelle sería un cuento largo en tanto se lee de una sentada, pero contiene “la vida entera de un hombre”, la historia de una familia y un retrato de flora, fauna y costumbres del Litoral. En realidad, todo eso está dentro de una pintura dentro del libro: Pedro Mairal inventó un pintor y su obra, a los que uno arde en deseos por conocer. De movida está muerto. Se hace conocido por su hijo, quien vuelve al pueblo iniciando una búsqueda con ritmo de policial manso mientras relata la historia del padre y su fruto artístico.
A los 9 años, Juan Salvatierra quedó mudo tras accidentarse cabalgando por un palmeral cerca del río Uruguay. Sin voz, comenzó a dibujar aquello a lo que quería referirse; su expresividad devino pictórica y se enamoró del acto de pintar, aunque se mantuvo hasta el final lejos de la pintura entendida como institución. A los 20, quemó toda su obra y comenzó una práctica cotidiana que resultaría el trabajo más monumental de su género: una tela de casi cuatro kilómetros de largo, con retratos que se suceden en continuidad y representan su mundo con una dinámica integradora ininterrumpida.
La escena de una fiesta, por ejemplo, transcurre entre baile, sexo, peleas y va transformándose en la escena de una batalla; y en otro trecho, llegamos a ver (Mairal nos hace verlas) que las cosas comienzan a torcerse, las personas y los árboles y la lluvia aparecen inclinados hacia delante, como si el tiempo y el espacio se hubieran desquiciado, hasta que, sin mediar brusquedad alguna, lo de arriba está abajo y lo de abajo arriba: el mundo al revés.
A veces el arte es la figuración de una vida regida por la tarea creativa. Juan Salvatierra, por ejemplo, pintó la tela kilométrica –fluida como el río omnipresente y como la lectura del texto- cada uno de sus días, durante sesenta años, hasta morir. Convaleciente, le dijo al hijo que no le importaba el destino de su obra; había “disfrutado haciéndola”. Nunca expuso (“no necesitaba el reconocimiento”) y vivió trabajando en un “aislamiento feliz” (¿como la “orgullosa soledad” desde la que Roberto Arlt pregonaba escribir?). Si no le gustaba cómo le había salido algo, no lo corregía, “en todo caso volvía a pintarlo más adelante” (como César Aira dice que escribe). Sabía concentrarse con tal detalle en un bicho que parecía estar haciendo “los bocetos de Dios antes de la Creación”. Fabricaba los tramos de su tela “con cualquier cosa”. Y ni una vez se retrató a sí mismo, entregado a una lírica contemplativa y total del pedacito de mundo que le tocó en gracia, no contaminado por cálculo ni enrosque alguno que desperdiciara tiempo de convivencia inmediata con la maravilla de lo real o, como dice Fabián Casas, sin confundir lo esencial con lo transitorio. Juan Salvatierra encuentra el sentido de pintar –de vivir- en la práctica misma, y no necesita capitalizar su producción en la vida pública. Así, desestima la trascendencia que la obra puede otorgar a la firma, pero trasciende el sinsentido de la vida a través de la verdad autónoma de la obra.
Por Matías Capelli
Pedro Mairal
Salvatierra
(Emecé)
Hace diez años, el por entonces veinteañero Pedro Mairal se daba a conocer con Una noche con Sabrina Love, primera novela que le deparó premios, traducciones hasta al polaco y una adaptación cinematográfica –lo más parecido a un debut “exitoso” desde el punto de vista editorial al que puede aspirarse por estas latitudes. Pero a diferencia del protagonista de aquel libro suyo, a quien la mano invisible del azar de repente le concedía una de sus pocas fantasías, Mairal pareció desentenderse de las ambiciones del mercado para dedicarse a escribir despreocupadamente, asentando su voz, en vez de convertir en yeites sus aciertos y sus buenas ideas. Así vino un libro de cuentos, dos de poesía y una segunda novela, El año del desierto, tal vez más ajustada desde lo formal, más “comprometida” desde lo social, pero también bastante menos chispeante. Mención aparte merece la cruzada poética que viene llevando a cabo desde hace unos años, bajo el seudónimo de Ramón Paz: tres volúmenes de “pornosonetos”, que mucho más que un ejercicio de calentura literaria, más que un dato de color en su obra, constituye una arista que le da más espesor a su figura como escritor. En Salvatierra, Mairal logra camuflar tras el vértigo del policial una imagen que late escondida: esos kilómetros y kilómetros de tela que Salvatierra se dedicó a pintar a lo largo de su vida, todos los días, sin importarle demasiado su suerte, entre el vanguardismo y la expresión irrefrenable del amateur. Pero más que las reflexiones estéticas que pueda suscitar, la novela se sostiene gracias a su tono medio, contenido, sutil, que oscila del ingenio a la sensibilidad. Todos elementos que no hacen más que confirmar lo que ya podía intuirse desde las primeras páginas de Salvatierra: la madurez narrativa de Pedro Mairal.
En la página web de Pedro Mairal figura la siguiente frase de Adolfo Bioy Casares: “Empecé a leer t novela y no me pude desprender de ella”. Seguramente lo haya dicho en ocasión del Premio Clarín de Novela del año 1998, del que fue jurado, y en el que resultó ganadora la obra de Mairal, “Una noche con Sabrina Love”.
Exactamente lo mismo sucede con “Salvatierra”, su última novela. Se lee de un tirón, con la agradable sensación de que la lectura fluye, al igual que el río omnipresente en el texto, tranquilamente.
“Salvatierra” es una narración sobre las relaciones familiares, la palabra y los modos de comunicar, el mundo de los secretos de los adultos, la confraternidad entre buenos hermanos, la relación entre el padre y los hijos varones, la vida en un pueblo ribereño y fronterizo del interior del país. Pero, por sobre todo, es el relato de lo que genera el rescate de las historias familiares, la lucha por mantenerlas y, por suerte, de su éxito.
Salvatierra es el apellido del padre, que así es nombrado durante todo el libro. Pero el personaje se funde con su obra: un cuadro que pintó durante sesenta años, cuyos límites son la primera y última pincelada, seccionado en grandes rollos (casi rollos de la ley, al menos de la ley familiar) y guardado en un depósito (“el cuadro era un solo río”; “en su obra los limites están filtrados”).
La novela comienza así: “El cuadro (su reproducción) está en el Museo Röel”. El artículo definido no es arbitrario: los lectores no conocemos el cuadro, pero el narrador nos lo presenta como un referente conocido. Y es que iremos leyéndolo juntamente con el libro (“el diario íntimo, una autobiografía ilustrada”).
El hijo más joven de Salvatierra es el narrador. Un yo adulto que ya sabe que habrá logrado salvar (pero hay una vuelta de tuerca) la pintura y mostrarla al mundo. Nos cuenta que su padre se había quedado mudo en la adolescencia a raíz de un accidente. A causa de su discapacidad, la familia lo deja librado a la buena de Dios y Salvatierra se dedica a la pintura. En un momento determinado comienza con esta pintura que sus hijos intentan recuperar por completo luego de la muerte de la madre. En esta tarea aparece con fuerza la inexistente ciudad de Barrancales, enfrentada a la conocida Paysandú, al borde de una innombrado y bien descripto río (“Las olitas turbias pegaban contra los pilotes, haciendo bambolear la basura que flotaba”). Así , se entremezclan las referencias ficcionales y las verdaderas (Herbert Holt, Bernaldo de Quirós, Frondizi) y se va armando el relato del rescate de los rollos y, al mismo tiempo, el de la recuperación de la infancia, los lazos familiares y la historia verdadera.
Esta auspiciosa tercera novela de Mairal, luego de “Una noche con Sabrina Love” (1998) y “El año del desierto” (Interzona, 2005), y de sus dos libros de poesía, relata desde una primera persona entrañable la posibilidad del encuentro con uno mismo a partir de las experiencias familiares (“Uno ocupa esos lugares que los padres dejan en blanco”) en un marco provinciano tan vivaz que llega a olerse, con un lenguaje actual, preciso y, al mismo tiempo, poético.
Entrevista
-“Salvatierra” tiene que ver con el desciframiento de una pintura. Con la transposición e un lenguaje a otro, de la imagen a la palabra. ¿Tu rol es el de exégeta?
-La clave del libro era contar la historia de una familia a través de un cuadro. A medida que el hijo desenrolla el cuadro, desenrolla el pasado. Y ahí está eso que decís del paso de un lenguaje a otro, paso de lo visual al lenguaje. Y el hijo, el narrador, es una especie de exégeta de la obra del padre.
-¿Por qué te interesó reflexionar sobre la plástica?
-Me interesó pensar en un cuadro que se mueve, fluvial, un paisaje móvil.
-Un cuadro no cuadro.
-Claro, un cuadro que no es estático. Me interesaba captar la transformación que hay en los sueños donde por ejemplo, una fiesta se transforma en batalla.
-Eso parece la antítesis de lo que es la imagen, que muestra la simultaneidad.
-Esa era la idea de la pintura a partir del Renacimiento, que era estática, pero en la pintura medieval se podía ver a un santo en distintos momentos aunque en un mismo plano espacial. El cubismo también rompió con la idea estática de la pintura, ahí entra el tiempo.
-¿Salvatierra está inspirado en un personaje real?
-No. Siempre creo primero la situación y después el personaje. Alguien que pinta un cuadro infinito tiene que estar inmerso en una temporalidad distinta. Quería evitar un teórico del arte, lo enmudecí. Terminó siendo un pintor mudo de provincia, medio freak.
-El idiota de la familia…
-Sí, al no exigirle como a los demás hermanos, lo liberan. Me interesaba la idea de que la vida que vive ese padre tiene tal energía que se devora a sus hijos. ¿Qué lugar encuentra ese hijo fuera del mundo del padre? Encuentra la palabra. A mí me pasa lo mismo con la literatura: en la página me siento libre. En la vida cotidiana, me muevo con cierta torpeza.
A.R.B
“Salvatierra” , Emecé
Pedro Mairal
Este es sólo un fragmento, y resulta ser uno de los poemas preferidos de Pedro Mairal. Él suele decirlo. Su última novela, Salvatierra, pareciera desprenderse de esos versos que hablan de un tren que se mueve como un río, de un padre que pinta un paisaje para su hijo, de una historia que no termina, que no quiere morir.
Después de la muerte de su padre, Miguel Salvatierra y su hermano vuelven a Barrancales, el pueblo litoraleño donde nacieron. Allí se encuentran con una obra monumental que, además de haberles marcado la infancia, es el relato de sus propias vidas, la de su familia y la del pueblo: una tela de cuatro kilómetros de longitud, dividida en rollos, en la que Salvatierra, su padre, trabajó durante toda la vida. Es que Salvatierra, mudo desde los nueve años por un accidente a caballo, había dicho todo lo que sus cuerdas vocales no podían a través de los pinceles.
Miguel –martillero, radicado en Buenos Aires, con una vida bastante gris- es conciente de su imposibilidad para despegarse de la figura mítica de ese padre mudo. Y ahora, con cada rollo que despliega en el galpón donde Salvatierra solía trabajar, intuye que puede descubrir alguna clave capaz de liberarlo. Lo acompaña Boris, un holandés interesado en exponer la obra en Ámsterdam y un viejo peón.
Pero para Miguel, esta supuesta liberación depende de un rollo en particular: el que falta, el del año 61, el que estaba tajeado y, según dicen, fue robado por alguno de los viejos amigos de su padre después de una pelea. Miguel cree que, si lo encuentra, va a poder ponerle fin a un cuadro que parece infinito. O quizás descubrir una historia que Salvatierra jamás le contó y que lo obligaría a redefinir la figura de su padre. “Si faltaba un rollo no iba a poder mirarlo todo, conocerlo todo, y seguiría habiendo incógnitas, cosas que Salvatierra quizás había pintado, sin que yo lo supiera”, piensa el personaje.
Menos ambiciosa y fatalista que la genial El año del desierto –su novela anterior-, escrita con ese estilo particularmente clásico, Salvatierra también habla del derrumbe. “Ahora, acá en Barrancales, el que no es empleado público es villero”, le dice uno de los personajes a Miguel.
El pueblo, como el resto del Interior, es más pobre, menos digno, y los hijos de Salvatierra ya no pertenecen: “Nuestros zapatos no eran para andar a campo traviesa. Yo tenía unos mocasines, y Luis unos zapatos de vestir que al rato estaban polvorientos”.
Sin embargo, la vida de Miguel cobra mucho más sentido en este lugar cerca del río: su única manera de liberarse de Salvatierra, al parecer, será habitando esos paisajes que alguna vez fueron parte de una tela de cuatro kilómetros de largo. Y que permanecen en los poemas de Madariaga, de Juanele y, en este caso, en la prosa de Mairal.
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