Revista Llegás, Buenos Aires, 3 de abril de 2008
por Fernanda Nicolini

“Salvatierra” , Emecé
Pedro Mairal

“Viaje estival con Lucio” es un poema de Francisco Madariaga. Dice: “Todo aquello quedaba atrás, y el sueño del viejo / tren casi fluvial nos envolvía. / Mi pequeño hijo de siete años y yo teníamos en / las manos las ramas de las estrellas y / el resplandor lentísimo de los ríos rosados, / donde sangraba el sol de los caballos, las / vaquerías y las antiguas guerras. / Era el primer viaje solos en el tren marrón que / no quiere morir”.

Este es sólo un fragmento, y resulta ser uno de los poemas preferidos de Pedro Mairal. Él suele decirlo. Su última novela, Salvatierra, pareciera desprenderse de esos versos que hablan de un tren que se mueve como un río, de un padre que pinta un paisaje para su hijo, de una historia que no termina, que no quiere morir.

Después de la muerte de su padre, Miguel Salvatierra y su hermano vuelven a Barrancales, el pueblo litoraleño donde nacieron. Allí se encuentran con una obra monumental que, además de haberles marcado la infancia, es el relato de sus propias vidas, la de su familia y la del pueblo: una tela de cuatro kilómetros de longitud, dividida en rollos, en la que Salvatierra, su padre, trabajó durante toda la vida. Es que Salvatierra, mudo desde los nueve años por un accidente a caballo, había dicho todo lo que sus cuerdas vocales no podían a través de los pinceles.

Miguel –martillero, radicado en Buenos Aires, con una vida bastante gris- es conciente de su imposibilidad para despegarse de la figura mítica de ese padre mudo. Y ahora, con cada rollo que despliega en el galpón donde Salvatierra solía trabajar, intuye que puede descubrir alguna clave capaz de liberarlo. Lo acompaña Boris, un holandés interesado en exponer la obra en Ámsterdam y un viejo peón.

Pero para Miguel, esta supuesta liberación depende de un rollo en particular: el que falta, el del año 61, el que estaba tajeado y, según dicen, fue robado por alguno de los viejos amigos de su padre después de una pelea. Miguel cree que, si lo encuentra, va a poder ponerle fin a un cuadro que parece infinito. O quizás descubrir una historia que Salvatierra jamás le contó y que lo obligaría a redefinir la figura de su padre. “Si faltaba un rollo no iba a poder mirarlo todo, conocerlo todo, y seguiría habiendo incógnitas, cosas que Salvatierra quizás había pintado, sin que yo lo supiera”, piensa el personaje.

Menos ambiciosa y fatalista que la genial El año del desierto –su novela anterior-, escrita con ese estilo particularmente clásico, Salvatierra también habla del derrumbe. “Ahora, acá en Barrancales, el que no es empleado público es villero”, le dice uno de los personajes a Miguel.

El pueblo, como el resto del Interior, es más pobre, menos digno, y los hijos de Salvatierra ya no pertenecen: “Nuestros zapatos no eran para andar a campo traviesa. Yo tenía unos mocasines, y Luis unos zapatos de vestir que al rato estaban polvorientos”.

Sin embargo, la vida de Miguel cobra mucho más sentido en este lugar cerca del río: su única manera de liberarse de Salvatierra, al parecer, será habitando esos paisajes que alguna vez fueron parte de una tela de cuatro kilómetros de largo. Y que permanecen en los poemas de Madariaga, de Juanele y, en este caso, en la prosa de Mairal.