El puntapié inicial
por Pedro Mairal
(publicado en el blog El Remisero Absoluto)
Esto es para agradecer a mis amigos del fútbol de los jueves. Yo juego mal al fútbol. Cosa que es bastante notoria. Ellos me dejan jugar igual, como esos grupos que tienen un amigo en silla de ruedas y lo integran a todo. En realidad, empecé por un error. Me invitaron un día en joda a dar “el puntapié inicial”, como si fuera Xuxa, o algo así. Y fui. Estaba en jeans y por suerte en zapatillas, porque faltó un jugador y mi puntapié inicial se prolongó una hora cuarenta. Al día siguiente me dolían las piernas, y a los dos días no me podía mover. Pero volví y sigo yendo, y de vez en cuando en la confusión del área meto un gol.
No podría decir que ahora después de veinte años “volví a jugar”, porque en realidad justamente lo que me pasaba es que antes no podía “jugar”. Para que se entienda lo mal que la pasaba en la infancia, va este texto que salió hace cinco años en la ya inexistente revista Latido, en un número que trataba sobre la vergüenza. Hoy ya no lo escribiría. No me quiero hacer el superado, diciendo que mis torpezas ya no me molestan, pero sí es cierto que me las tomo con otra filosofía. Y además ahora soy de Racing por adopción (pero eso es para contar en otro momento). A los amigos del fútbol de los jueves, entonces, muchas gracias.
El Extranjero
Se me ocurren varias cosas que me dan vergüenza, por ejemplo: despedirme de alguien con un gran abrazo a la salida de una fiesta y después ir caminando los dos para el mismo lado. Que un mago me elija como voluntario. Los diálogos de ascensor. Salir del cuarto oscuro y poner el voto en la urna. Ganar. Contestar preguntas sobre el oficio de escritor en los períodos en que no estoy escribiendo. El fútbol… Sí, el fútbol, que tanta alegría le da a tanta gente, para mí siempre ha sido motivo de bochorno. El desinterés por el fútbol te vuelve un poco menos argentino, un poco menos hombre. Yo padecí eso toda la vida. Me hubiese gustado ser parte de la gran hermandad futbolística, poder integrarme a la memoria colectiva de cada domingo y hablar después durante la semana, como los porteros, de vereda a vereda, como los oficinistas, de escritorio a escritorio, cargándose por derrotas y rivalidades, insultándose de esa manera tan colorida y ocurrente. Pero el fútbol siempre me expulsó.
Nunca logré ser de ningún equipo. En casa me habían regalado una camiseta de Boca. Yo me la puse un par de veces y la sentí como un disfraz. Un día me vino a visitar Gonzalo, un compañero de primer grado, y cuando vio la camiseta se rió de mí, me despreció porque él era de River. Finalmente me convenció para que me uniera a los millonarios y yo acepté. Hice un gran esfuerzo pero fue en vano, no me interesaban las formaciones, ni los resultados, ni los cantitos, y así quedé sin camiseta, condenado a revelar mi desnudez apátrida cada vez que me preguntan de qué equipo soy.
Como jugador, mi historia no es mucho mejor. En el colegio, en el recreo de las diez y diez, salíamos corriendo de la clase y los dos líderes hacían “pan y queso” en las baldosas del patio. El que le pisaba la punta del pie al otro empezaba a elegir. Iban seleccionando a los mejores, y cada elegido se unía contento a uno de los dos equipos que se iban formando. Los pataduras íbamos quedando entre los últimos. Vos veías que tu amigo buscaba un jugador entre los aspirantes y te evitaba la mirada una y otra vez, como si fueras transparente. Él sabía que vos estabas ahí, pero no te elegía porque la victoria era más importante que las sutilezas de la amistad. Yo quedaba último o anteúltimo, sin decir nada (porque suplicar era peor), hasta que me elegían porque no quedaba más remedio.
Nos poníamos a jugar en el patio de cemento, donde había dos o tres partidos simultáneos. Lo que me empezaba a pasar a mí en ese momento es difícil de explicar. Era como que te sienten en una orquesta filarmónica a tocar un instrumento con el que ensayaste apenas un par de veces. Tenés miedo de arruinar todo, miedo a equivocarte, a ser una vergüenza para la historia de la música, pifiar algo grosero en pleno concierto y que se interrumpa la función por tu culpa. Esa era la sensación que tenía. Mi equipo hacía jugadas magistrales hasta que la pelota llegaba a mis pies, que estaban totalmente fuera de tono y entonces yo pifiaba, pateaba mal o me la sacaban los contrarios y arruinaba toda la jugada, todo el esfuerzo de mis amigos. Y lo peor es que ellos, por ahí, no decían nada, o a lo sumo, mientras volvíamos a la media cancha después del gol de los contrarios, decían “Pónganse las pilas, muchachos”, y yo sabía que eso estaba dirigido enteramente a mí.
Cuando me preguntan de qué equipo soy, contesto: “De ninguno; no soy muy futbolero”. Prefiero ese baldazo de agua fría, esa confesión antipática, a intentar simular una pasión por alguna camiseta, porque si lo hago, enseguida sale a la luz mi ignorancia y es mucho peor quedar como impostor que como extranjero.
Hace poco un taxista me preguntó de qué equipo era y yo quise contestar como siempre, pero supongo que lo dije con tono de fastidio porque me preguntó si me molestaba el tema. Yo le dije: “¿A vos te gusta el ballet?” “No”, me contestó. “A mí tampoco, no me gusta nada”, le dije. “Ahora imaginate que el país entero fuera fanático del ballet y a vos no te gusta el ballet. La gente va los domingos a ver ballet a los teatros; unos son fanáticos de Maximiliano Guerra, otros de Julio Bocca; y en cada teatro compiten dos bailarines y bailarinas. Imaginate que paran el tráfico por la cantidad de gente que va a ver ballet, que los noticieros le dedican quince minutos todos los días al ballet, imaginate si hubiera siete canales de TV que pasan sólo ballet.” El taxista me miraba por el espejito. Yo seguí: “Imaginate que los pasajeros que se suben al taxi te hablen de la coreografía y los saltos geniales que hizo un bailarín el domingo y vos no lo viste y no te gusta el ballet. En la calle todos hablan de ballet, las tapitas de gaseosa tienen adentro imágenes de bailarines. Cuando un chico nace ya el padre lo hace fan de un bailarín. Los chicos en la plaza ponen música y bailan. Hay barrabravas de ballet, se matan a cadenazos y balazos a la salida del Colón cuando es la gran final. Una o dos veces por mes alguien te pregunta ‘¿Vos de qué bailarín sos?’, y vos no sos de ningún bailarín. Lo decís y te miran raro. La gente en los bares mira ballet por televisión…” A esta altura el tipo empezó a resoplar, así que no le di más ejemplos y le pregunté: “¿Me entendés?”. “Si”, me contestó, “te entiendo”. “¿Cómo te sentirías vos si la cosa fuera así?”, le pregunté. “Y… no… claro”, contestó, después se quedó callado y al rato dijo: “Pero no vas a comparar el fútbol con el ballet”. Y yo me hundí un poco en el asiento y miré por la ventanilla con vergüenza porque pensé que él quizá tenía razón.
(octubre de 2001, Revista Latido, nº 28)
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