Tocar a Gimena
Lo primero que me trae a la mente la palabra “tocar” es mi amiga Gimena, compañera de colegio, en el viaje de egresados, el último año de la secundaria. Y más específicamente el ómnibus que nos llevaba de vuelta al hotel, después de una excursión al Cerro Catedral. Mientras los demás se habían deslizado montaña abajo en unos trineos de plástico, los varones más escépticos nos habíamos escondido a fumar y a mear en la nieve, detrás de una cabaña de troncos. Yo fumaba y hacía como que vigilaba que no viniera un profesor, pero en realidad la miraba a Gimena que estaba con un suéter violeta, riéndose y sacándose fotos con las otras chicas. [SIGUE ACÁ]
Hoy Temprano
Constitución
Una noche, hace varios años, Cucurto me quiso hacer un tour guiado por Constitución. Pasé a buscarlo por Honduras y Bulnes, y después nos tomamos el 168. Era invierno y hacía un frío horrible. Estábamos los dos con gorro de lana, hablando de cualquier cosa mientras el colectivo cruzaba Once y después Congreso. Cada vez que subía una chica linda, el diálogo se interrumpía por unos segundos. [SIGUE ACÁ]
Jardín de infantes
p.mairal
La suplencia
por Pedro Mairal
I
A las nueve menos cinco entré en el edificio de la calle Esmeralda. Detrás de un mostrador, un encargado de seguridad me chistó y me preguntó adónde iba.
-A Rossi & Peterson -dije.
-Un segundito -buscó una planilla. Yo notaba que mucha gente entraba sin que los frenaran, quizá porque los conocían, o porque tenían una actitud distinta de la mía; entraban rápido, ensimismados, como quien no tiene ganas de pasar por ahí pero debe hacerlo por lo menos dos veces al día. El guardia me tomó los datos y me dio un carnet con un broche para colgarme de la solapa, que decía “visita”.
-No, no. Vengo a trabajar acá. Hoy empiezo una suplencia en Rossi & Peterson -le dije, devolviéndole el carnet.
Me miró un momento y, con una sonrisa que no me gustó, dijo:
-Muy bien. Adelante. [TEXTO COMPLETO]
El hipnotizador personal
(publicado en la antología La joven guardia).
Mairal
años, en un taller literario, conocí a una chica que tenía mucha
plata. Mejor dicho, sus padres tenían mucha plata. No se llamaba
Verónica, pero la voy a llamar Verónica por discreción, aunque
ella ya no viva en la Argentina. Verónica escribía cuentos que
sucedían en París, en New York, en Amsterdam, con personajes que
estaban siempre invitados a grandes fiestas. El taller quedaba en
Callao y Córdoba y a la salida yo la llevaba en mi bicicleta hasta
Las Heras. No nos dábamos cuenta de lo peligroso que era, o quizá
sí y eso nos divertía. Una sola vez casi nos pisa un 60; estuvimos
muy cerca. Yo frenaba apretando el pie contra la rueda. A veces nos
metíamos en librerías y ella se compraba un libro pero después,
cuando le preguntaba si le había gustado, me decía que no lo había
leído. No le gustaba mucho leer. Se cruzaba todo el tiempo con
ex-compañeras del colegio y después me hablaba mal de ellas. Viven
en una burbuja, me decía, están siempre hablando de ir a esquiar o
de Punta del Este, no se dan cuenta de que la cosa va un poco más
allá. Como suele pasar, Verónica despreciaba a la gente que se le
parecía. No tengo ninguna foto de ella, pero me acuerdo de que era
lacia, sobre todo eso. Era más lacia que linda. Y me acuerdo también
de su olor a shampoo, cuando iba sentada en el marco de la bicicleta.
Sin que yo siquiera la hubiera besado, ella me incitaba y me
depreciaba, iba alternando esas dos cosas con sutileza, manteniéndome
apartado pero, al mismo tiempo, a tiro. Si me lo hubiese pedido, yo
la hubiese llevado pedaleando hasta Brasil.
una de esas vueltas, me invitó a su casa en la calle Galileo; iban a
ir sus amigos de cine (estudiaba cine en no sé qué instituto). Dale
vení, no me banco esperar sola, me dijo. Llegamos y nos abrió la
puerta de calle un guardia de seguridad, con uniforme gris. Debe
haber sido de los pocos edificios en Buenos Aires que en esa época
ya tenían seguridad privada las 24 horas. Subimos. El departamento
era enorme, decorado como en las revistas. Y ella vivía sola porque
sus padres siempre estaban en algún lugar exótico del mundo. Había
una mucama vieja dando vueltas por la cocina, con la que tenía
discusiones feroces que la avergonzaban. En media hora me mostró su
cámara nueva, me mostró fotos de un viaje a la India, me mostró
algo en la computadora que yo no entendí hasta tiempo después
cuando se popularizó internet, puso un compact en un equipo súper
Hi-Fi, dio vueltas por el departamento, me mostró el arma del padre,
comimos helado, y al rato fueron llegando los amigos.
me acuerdo del nombre de todos. Había una chica que se llamaba
Fabiana y un chico pelilargo que se llamaba Pablo, que yo pensé que
eran novios porque se hacían masajes en el sillón. Todos parecían
estar muy habituados al lugar, se tiraban en el living sin problema,
abrían la heladera y le pedían licuados a la mucama. Los vi varias
veces y me fui mimetizando con esa actitud de confianza.
fui una sola vez a una de esas fiestas donde hicieron lo mismo pero
con otra gente y con otra marca de cerveza: sentarse y hablar de la
fiesta a la que iban a ir después. Lo mejor, la fiesta ideal,
siempre estaba en el próximo lugar.
alguna de esas charlas de sillón, salió la típica pregunta: si
pudiera tener cualquier cosa en el mundo, ¿qué te gustaría tener?
La mayoría quería tener otro cuerpo, o mucha plata. La respuesta de
Verónica me llamó la atención. Yo quiero tener un hipnotizador
personal, dijo, un “hipno”, existen, te juro que existen.
Un tipo que me hipnotice en los ratos aburridos, que me despierte
sólo para los ratos de acción, que me anule el tiempo muerto. Eso
es lo que quería Verónica, alguien que le editara la vida. Le
preguntaban cómo sería y ella explicaba que el hipnotizador tenía
que dormirla, por ejemplo, antes de salir de viaje a París. La subía
dormida al auto, la llevaba al aeropuerto, le hacía los trámites,
la subía al avión y la despertaba un rato durante el vuelo para
comer; después la volvía a dormir y la despertaba en el taxi, en
las calles de París, camino al hotel. Tenía que ser un tipo fuerte
que pudiera llevarla en brazos.
sorprendió la expresión “tiempo muerto”. Se la había
escuchado decir a sus amigos cineastas, pero no la había entendido
del todo hasta que ella la dijo. Y me hizo acordar a unos vecinos de
carpa en la playa en Pinamar: dos matrimonios que jugaban al bridge
después del mediodía, jugaban durante horas bajo la sombra hasta
que uno de los hombres miraba el reloj y decía “¡Uy, las seis
ya, che. Matamos la tarde!”, pegaba uno de esos aplausos con
ruido a sopapa y se frotaba las manos porque la tarde había muerto;
la habían matado ellos.
La idea de Verónica
también era matar el tiempo, matar el tiempo muerto. Ella tenía
intolerancia al tiempo real. No soportaba el tiempo que mediaba entre
los momentos supuestamente relevantes de su vida. No soportaba el
tiempo muerto frente al semáforo o en las salas de espera o haciendo
cola. Los momentos en que no pasa nada.
me llegó el turno de decir qué quería, yo pensé que quería
tenerla a Verónica, pero no lo dije. No me acuerdo con qué traté
de zafar. Tampoco sé si fue esa misma noche que conseguí darle un
beso. Me acuerdo que seguimos de largo caminando por Galileo hasta
que nos sentamos en la escalera de la Plaza Mitre y, como yo había
tomado bastante cerveza, me animé. Pero era difícil. Se me
escapaba. Como si no estuviera ahí. Vivía desfasada del presente,
un poco corrida hacia el futuro, siempre pensando en algo bueno que
iba a pasar después, hablándome de eso, una fiesta, una película,
algo que iban a filmar, algo de ropa que le iban a traer los padres
de New York, siempre en ese declive de la ansiedad, cayendo hacia
adelante.
iba seguido a la casa. A veces estaban Pablo y Fabiana viendo videos.
Un sábado a la noche la había invitado a Verónica a San Telmo a
tomar algo pero me había dicho que estaba cansada. Al rato cayeron
Pablo, Fabiana y unos amigos de Puerto Rico que querían ir a bailar
salsa. Trajeron ron “La negrita” y lo mezclaron con
coca-cola. Yo veía que Verónica se preparaba para salir, muy
divertida, y me puse a tomar ron. Un vaso tras otro. Ella quería que
fuera con ellos pero yo, enfermo de literatura, prefería la tristeza
del perdedor. Terminé tocándole el timbre a las cuatro de la mañana
totalmente borracho, diciéndole que quería ser su hipnotizador
personal. Y ella ni siquiera estaba. El guardia de planta baja, que
ya me conocía, me paró un taxi y me mandó a mi casa.
escribí cosas a Verónica. Poesía. Una vez fuimos al cine a la
trasnoche, después a tomar algo, después caminamos y en un kiosco,
de madrugada, compré el diario recién salido para mostrarle que en
el suplemento cultural habían publicado un poema mío dedicado a
ella. No me quedaban más ases en la manga y todavía no había
logrado pasar de los primeros besos. Yo le había dicho que ella me
gustaba y ella me había dicho que yo era “un tipo muy intenso”.
Desde entonces, ese adjetivo –aplicado a cualquier cosa- me da un
poco de vergüenza.
tarde subí pedaleando la barranca de Galileo. El guardia del
edificio me dijo: ¿Qué hacés, Pedrito? No está Verónica… Che,
el otro flaco, el pelilargo… ¿Quién Pablo?, dije. Sí, te ganó
de mano. Se queda a dormir y todo. Yo el otro día le tiré la lengua
a Verónica, viste, le digo ‘¿con cuál te quedás con el pelilargo
o con Pedrito?’, y me dice ‘con el pelilargo’.
despedí de él con una sonrisa bastante digna teniendo en cuenta que
acababan de romperme el corazón. El guardia me había dicho la
verdad, así, dura y directa. Lo odié pero hoy creo que me hizo un
favor porque, si no, yo hubiese seguido dando vueltas, cada vez más
enredado.
volví caminando al lado de la bicicleta, sin subirme. Tenía ganas
de ir sacándome la ropa y tirarme desnudo en medio de la calle. No
sé si fue exactamente ese día, pero la bicicleta fue a parar a la
baulera. No volví a ese taller literario, ni volví a ver a
Verónica. Supe, por un amigo de un amigo, que se casó y vive en
Estados Unidos.
un par de años escribí un cuento corto con ella como personaje. En
alguna pila de papeles debe haber quedado. El narrador era el
hipnotizador, el encargado de hechizarla cuando ella se aburría. Él
iba contando lo que había hecho esa tarde. Estaba ambientado en
México porque me parecía que quedaba mejor. Y él hablaba de “la
niña”. “A las dos, la niña me ha pedido que la duerma y
la lleve a una fiesta en Cuernavaca”. Entonces contaba cómo la
dormía en su silla, la cargaba en el auto y se sentaba al volante,
para manejar despacio. Ella dormida en el asiento de atrás, él
fumando, con la ventanilla abierta. Describía el viaje y cómo por
el camino se veía venir una tormenta de verano, y después llovía y
caía granizo. Estaba contado en presente, porque él estaba atrapado
en el presente, viviendo el tiempo muerto que ella no quería vivir.
Entonces llegaban de noche a Cuernavaca y unas cuadras antes el
hipnotizador despertaba a “la niña”. Le contaba que había
granizado y ella se enojaba porque decía que cómo no la había
despertado para ver eso; le hubiera gustado ver granizar. La niña lo
“regañaba” mucho y se bajaba del auto hacia la fiesta,
dando un portazo. Él estaba enamorado de ella.
Departamentos
I
Cuando llegamos al departamento de la amiga de mamá, me mandaron a jugar al cuarto de la hija. Empecé a abrir la puerta y oí una voz que decía “Vení, vení”. La vi arrodillada en medio de un cuarto todo empapelado con una de esas fotos de un bosque en otoño. Me acerqué despacio porque en la alfombra verde había hojas secas desparramadas. Quedamos frente a frente, sentados sobre los talones. Ella era narigona. “¿A qué jugamos?”, me preguntó. En el aire parecía sonar una grabación de pajaritos. El único mueble era una cama de troncos. “No sé”, le dije. Había ramas en el suelo. “Entonces juguemos a que vos me matabas”. Yo me levanté, agarré una rama y le empecé a pegar en la cara. La rama era también un atizador. Ella no se defendió, no gritó. Los golpes eran blandos, pero la lastimaban. Le pegué en la cabeza y en la cara, y ella cayó lánguida sobre el colchón de hojas. Entre el pelo castaño, desparramado sobre las hojas, corría un arroyito de sangre con una melodía, con un murmullo. Quedó en el piso, con los ojos abiertos, fulminada por la belleza de su propia muerte. Durante un rato no pude dejar de mirarla. Escuché que me llamaban. Solté la rama y me alejé caminando entre los árboles del bosque.
II
Ni mis hermanas ni yo teníamos agua en casa y fuimos a bañarnos a “Austria”, como le decíamos al departamento que quedaba en esa calle y que había sido de mi abuela. Yo tenía las llaves. Primero había vivido ahí mi hermana mayor, después mi hermana menor, después yo. Eran muchas llaves: la de la puerta de calle, chata y grande como con dos aspas; la de la puerta del ascensor en el sexto piso, especial, dentada, de puerta blindada, que hacía mucho ruido y a veces se trababa; y por último la del palier, una trábex común. Cuando entramos, vi que había muebles viejos. Mi hermana mayor se fue a prender la ducha. Yo nunca había visto esos sillones verdes, esa mesa ratona con las patas arañadas, mordidas. De pronto me acordé: habíamos vendido el departamento hacía unos meses. Lo había comprado una señora con un rottweiler. Yo no vivía más ahí. Teníamos que irnos. No entendía cómo podía haberme olvidado de eso. Le dije a mi hermana que nos fuéramos. Mi otra hermana apareció en toalla, riéndose. Las dos se reían, me decían: “No seas cagón, no pasa nada”. Pero teníamos que irnos. En cualquier momento iba a llegar la señora. Yo la había visto el día de la escritura: de unos setenta años, petisa, con pelo corto teñido de naranja, ojos azules; era viuda y hablaba mucho de su perro. Vivía sola con él. Le dije a mi hermana que se vistiera. No podíamos quedarnos ni un segundo más. Me enojé con ellas. No me hacían caso. Entonces escuché ruidos en la puerta. La señora estaba llegando. Abrí la puerta del palier para explicarle. Ella trataba de abrir la puerta del ascensor que a veces se trababa. Espié por la mirilla. Quedé a oscuras en el palier. Escuché el gruñido. Ella se dio cuenta de que había alguien del otro lado, dentro de su casa. Le vi el miedo en la mirada. “¿Quién es?”, preguntó. Mis hermanas parecían ya no estar conmigo. Quise hablar, explicarle antes de que abriera la puerta, pero no podía, me salió de la garganta una especie de gruñido, quise gritar mi nombre y me salió un ladrido fuerte, monstruoso.
El puntapié inicial
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